Madrid, Viernes 13 de Marzo de 2020
Madrid
10 am. Una ciudad excepcional en estado de excepción sacada a golpe de virus de
su rutina de viernes prematuramente primaveral. Desde mi ventana, los balcones
de enfrente gratamente recuperados para la vida familiar. En el segundo, tres
niñas sin cole juegan a disfrazarse de mujeres adultas y se tiran selfies con
tacones y gafas de sol. En el tercero,
dos enamorados se besan con cierta temeridad. En el quinto, un señor de mediana
edad fuma y pinta sobre un cabellete.
Pongo
a calentar agua para el mate con la radio de fondo. Me vuelvo a asomar a la
ventana. Las niñas ahora han sacado un viejo colchón de muelles al balcón y
saltan furtivamente sobre él.
Bajo
a la calle. La gente se evita torpemente. Las miradas resbalan por los cuerpos
en una actitud más neoyorquina que castiza.
En
la administración de lotería pido un boli para echar el Euromillón y desde
detrás del cristal me acusan implícitamente de suicida. En la farmacia,
parapetada tras una improvisada mampara, la boticaria repite por enésima vez
que el jabón de mano hace días que está agotado.
Me
sorprende el súper, abarrotado un día de diario a las 11 de la mañana. Mucha
gente mayor. Los carros traídos de casa se amontonan desordenadamente a la
entrada dificultando la llegada hasta los lockers. Algunas estanterías están
completamente vacías. En uno de los pasillos dos señoras se pelean por el
último paquete de macarrones. La gente apenas habla entre ella. Todos somos
sospechosos, potencialmente culpables hasta que se demuestre lo contrario. Hay
una indisimulada incomodidad ante la presencia del otro, una extemporánea prisa
entre los jubilados.
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