Madrid,
18 de Marzo de 2020
La gente
se cruza como planetas en órbitas paralelas y hace cola frente a las farmacias guardando
una distancia de aviones en el cielo. “Prohibido tocarse” se lee en sus ojos de
agujero negro, en sus miradas efímeras
como estrellas fugaces. Ánimas
solitarias, cometas errantes por un universo vacío, vagan de la casa al
supermercado y del supermercado a la casa en un rutina nueva sorprendentemente ejecutada
ya con precisión de ley astrofísica. El silencio lo va corrompiendo todo, como
el agua en un barco que se hunde. La soledad claustrofóbica de la calle, el
abrazo de plaza pública de los balcones. La sensación de ilegalidad sobre las
aceras, de buen ciudadano en los hogares.
Ayer
tuve que salir por la tarde y aventurarme unas calles más allá de los confines
de la galaxia de mi barrio. Fue sólo media hora. Cenicienta no tenía zapatos
para más. Calles desiertas en un dramatismo de profecía bíblica. Y los parques.
Esos parques infantiles precintados. Sin nietos ni abuelos. Sin risas. Sin
llantos. Inertes como un planeta helado. ¿Dónde jugarán los niños?
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