Nos
dedicamos a construir edificios cada vez más altos y alejados de la calle. Los
domotizamos dotándolos de sistemas de ventilación que, en la práctica,
consisten en una completa desconexión con el entorno. Condenamos al basurero de
la historia a los balcones forrándolos de espejos impecables que repelen las
miradas exteriores y multiplican el ego de sus arquitectos y propietarios.
Los
móviles y las pantallas de televisión sustituyen a las ventanas conectándonos
con Nueva York o Londres a cambio de negarnos nuestro mundo más inmediato.
Pero
de pronto un día, un virus que no es informático se cuela en nuestras vidas y
nuestra sociedad hiperconectada tiembla. Entonces, nos recluimos en casa y
redescubrimos las ventanas. Y jugamos a través de ellas al bingo con vecinos a
los que, hasta ahora, no les poníamos cara. Y cada tarde, a las 8 en punto, niños,
padres y abuelos volvemos a poblar los
balcones de nuestra infancia para ovacionar emocionados a nuestra sanidad
pública y luego pinchamos a todo volumen “Resistiré”. Y la ciudad entera se funde en un solo abrazo
solidario. La ciudad entera salvo esos barrios nuevos hechos de edificios de
cristal porque el precio de hacerlos más alto fue amputarles los brazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario