lunes, 28 de julio de 2014

Petra

23 de Abril de 2014

Petra, Jordania

Entre una obra de arte y quien la observa se establece a menudo un pacto secreto, una relación cómplice y pudorosa que necesita de cierta intimidad para ser desarrollada. Tal vez por eso, en mi paso por Petra, me enamoró más su “monasterio” que el emblemático “tesoro”.

Y es que era tal la cantidad de turistas concentrados a lo pies de éste último que su belleza, sorprendente al final de un desfiladero de piedra, se diluía entre fotografías y voces multilingües haciendo imposible el más mínimo cortejo amoroso.

Desfiladero de acceso al "tesoro"

El pez

El "tesoro" de golpe, al final de un largo desfiladero

El "tesoro"

Los nabateos esculpían en la roca comenzando de arriba abajo

No ocurrió lo mismo en el “monasterio”, en el último tramo del largo recorrido – unas 3 horas – al que llegamos después de un “inverosímil” ascenso en burro por un sendero abierto en la roca. Caía la tarde y ya no quedaba nadie en el lugar y, en medio de un silencio de brisa fresca y eco lejano,  tuvo lugar la mutación: El turista dejó paso al viajero y el cortejo, la complicidad entre obra y observador, surgieron con la naturalidad de una sonrisa fotogénica.


Subiendo en burro hasta el "monasterio"

El "monasterio"


La puesta de sol desde la cima sobre los montes azulados de Israel, tan sólo unos metros más arriba, fue otro momento mágico y, cuando ya estábamos a punto de comenzar el descenso desde ese punto, un jinete surgido de la nada se apeó de su caballo, juntó un puñado de retamas secas, puso a hervir agua sobre una cazuela metálica y nos convidó a té silvestre por el simple hecho de conversar  y sentirse acompañado. 


Campamento vacío a esas horas en la cima de Petra

Esperando la puesta de sol por el horizonte de Israel


Una piedra encajada, un deseo

Allí, junto  a la frágil candela, nos habló de una vida nómada y sin ataduras, de la búsqueda de la felicidad en la sencillez de las cosas y de cómo los nabateos esculpían sus gigantescas obras labrando la piedra en sentido descendente,  de arriba abajo, “comenzando la casa por el tejado”.


Cuando nos quisimos dar cuenta se había hecho de noche. Nuestro amigo se preparaba para dormir  y nosotros debíamos regresar. Una luna apenas decreciente iluminaba el camino dando un tono ceniciento, como de lomo de elefante, al estrecho desfiladero por donde bajaban con increíble destreza nuestros burritos.

Al llegar nuevamente a la puerta del recinto histórico, justo en el límite donde comienzan las luces del poblado actual, un señor con pinta de guarda  nos recibió a gritos en una inequívoca reprobación por nuestra hora de salida. Hacía rato que habían pasado por allí los últimos visitantes.

Pero cómo explicarle que ya no éramos los dos turistas que entraron hace 6 horas por esa puerta sino dos simples viajeros felices y encantados de haber transgredido, por una vez, las normas que establecen cómo y cuándo besarse con el Arte. 

1 comentario:

  1. Una bella experiencia sin duda y mejor contada. Una pena en la situación en que se encuentra la zona en estos momentos

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