El mundo globalizado impone sus propias reglas totalitarias
que te buscan allá por donde estés y difícilmente te dejan evadirte de la actualidad.
Uno cambia de país, apaga el teléfono y, por unas breves horas o días, trata de
recuperar esa antigua sensación de estar embriagadoramente perdido en una ciudad, un paisaje o unos ojos con
fecha de caducidad y sin mayor atadura a “su mundo” que una llamada o un
mensaje esporádico a la familia diciéndoles que “está todo bien”.
Pero la globalización totalizadora impone su
dictadura y en el callejón más recóndito del barrio más suburbial del mundo,
uno entre una mañana a tomar un café, un té o lo que la cultura local indique
y, de pronto, una tele de tubo antigua, tal vez sin volumen, esté emitiendo las
imágenes de una tragedia que tiene lugar a miles de kilómetros, o a la vuelta de la
esquina, y que las leyendas que se suceden como una lluvia cansina a los pies
de la pantalla van desentrañando en un idioma quizás extraño pero usando
ciertos términos que, como alarmas de Google, nuestro cerebro va reconociendo e
interpretando.
Al mediodía, en el puesto de frutas frescas de un mercado y, a la hora de comer, en un bar de menús
baratos que incluyen una invariable “sopa de legume”, las mismas imágenes o muy
similares, siguen hablando de la tragedia y esa repetición y ubicuidad, le dan
una dimensión que acaba por ponernos finalmente en alerta.
Tal vez no hayan pasado ni 48 horas desde que dejé Madrid y
mi mente, a la hora de regresar, no sólo vuelve enriquecida de un montón de olores,
sonidos, sabores y términos nuevos que se han ido adhiriendo a mi memoria vital
a lo largo de estos días, sino también de una tragedia lejana con sus nombres
propios y sus imágenes que se me han hecho tan familiares como las calles en
cuesta y las casas en tonos ocres resbalando hasta un río surcado por puentes
de hierro por las que he caminado.
Llego al aeropuerto de regreso y busco mi puerta de
embarque. A la derecha, sobre el mostrador, un número 15 como una metáfora de
este año nuevo que despega. A la izquierda, un monitor con una frase que se
multiplica por toda la sala y que a mi desembarco en la ciudad hubiera sonado
indescifrable pero que a estas alturas ya todos saben interpretar: “Nos somos
Charlie”
Y es que la solidaridad también se puede globalizar…
Me alegra que aunque sea de vez en cuando, hagas una de tus entradas, y aunque ésta, es realmente trágica, tu siempre tienes las palabras adecuadas para cada momento, y eso, es lo que hace que sean tan auténticas, especiales y con ese toque tan personal.
ResponderEliminarUn beso
Lo primero,aunque suene algo obsoleto a primeros de Febrero,quisiera comenzar deseandote a ti y a todos los seguidores de tu blog un felíz 2015.
ResponderEliminarY ahora,al toro...para los que no hemos vivido una guerra,por suerte,resulta llamativo toparnos a primera hora de la mañana,cuando aún no ha amanecido,con un policía portando una metralleta como en esas series o películas norteamericanas de la niñez,sólo que esta vez se trata de una imagen real.
Es sólo un pequeño ejemplo de las consecuencias colaterales de lo acontecido aquel día en París.Lo anecdótico,es que tras mi cara de impacto inicial,traté de disimular para que ese policía que simplemente realiza su trabajo y vela por todos los ciudadanos,no se sintiera como observado o algo así,resulta extraño tener que normalizar esa inusual imagen.
Confiemos en que algún día el mundo por fín sonría...