miércoles, 14 de enero de 2015

Francesco Rosi

Recuerdo el Barrio de Padre Jesús vestido de “época” con sus callejuelas empedradas camufladas de tierra, sus balcones ornados con persianas de esparto y los cables de la luz soterrados. Recuerdo el edificio del fondo, tras la fuente de Los Ocho Caños, cubierto de corcho sintético imitando piedra, transformado en la fábrica de tabaco donde trabajaba ella.



Recuerdo haber asistido al rodaje de una escena en que las cigarreras se peleaban en presencia de don José y ver a Aurora Vargas sobre una carreta o un coche de caballos.

Recuerdo a mis padres hablándome del rodaje final en la plaza de toros a mi vuelta de un campamento, de la conversación de “mi tío Eduardo” – por su condición de responsable del hospital – con el director Francesco Rosi y de escuchar a mis mayores hablar de las salidas nocturnas de Antonio Gades y  Pepa Flores al Coca´s o de Plácido Domingo a La Torre.

Recuerdo una ciudad tomada por los peliculeros y a medio pueblo ejerciendo de “extras”.

Recuerdo, un tiempo después, caminar por París y cruzarme con enormes carteles de la película y emocionarme al ver tan lejos, en esa época Europa quedaba muy lejos, a mi queridísima y bella Pilar Becerra en las paredes.

Hoy, un artículo en el periódico sobre la dimisión de Giorgio Napolitano, presidente de Italia, iba ilustrada con una foto suya saliendo de un funeral: el del director de cine Francesco Rosi, discípulo de Visconti, ganador de la Palma de Oro en Cannes en el 72 y director de una versión operística de la “Carmen” de Bisset rodada en Ronda en 1984 con  Julia Migenes  y Plácido Domingo como protagonistas.


Por un momento, se me vino todo aquel verano a la cabeza. 


sábado, 10 de enero de 2015

Yo Soy Charlie

El mundo globalizado impone sus propias reglas totalitarias que te buscan allá por donde estés y difícilmente te dejan evadirte de la actualidad. Uno cambia de país, apaga el teléfono y, por unas breves horas o días, trata de recuperar esa antigua sensación de estar embriagadoramente  perdido en una ciudad, un paisaje o unos ojos con fecha de caducidad y sin mayor atadura a “su mundo” que una llamada o un mensaje esporádico a la familia diciéndoles que “está todo bien”.

Pero la globalización totalizadora impone su dictadura y en el callejón más recóndito del barrio más suburbial del mundo, uno entre una mañana a tomar un café, un té o lo que la cultura local indique y, de pronto, una tele de tubo antigua, tal vez sin volumen, esté emitiendo las imágenes de una tragedia que tiene lugar a miles de kilómetros, o a la vuelta de la esquina, y que las leyendas que se suceden como una lluvia cansina a los pies de la pantalla van desentrañando en un idioma quizás extraño pero usando ciertos términos que, como alarmas de Google, nuestro cerebro va reconociendo e interpretando.

Al mediodía, en el puesto de frutas frescas de un mercado  y, a la hora de comer, en un bar de menús baratos que incluyen una invariable “sopa de legume”, las mismas imágenes o muy similares, siguen hablando de la tragedia y esa repetición y ubicuidad, le dan una dimensión que acaba por ponernos finalmente en alerta.

Tal vez no hayan pasado ni 48 horas desde que dejé Madrid y mi mente, a la hora de regresar, no sólo vuelve enriquecida de un montón de olores, sonidos, sabores y términos nuevos que se han ido adhiriendo a mi memoria vital a lo largo de estos días, sino también de una tragedia lejana con sus nombres propios y sus imágenes que se me han hecho tan familiares como las calles en cuesta y las casas en tonos ocres resbalando hasta un río surcado por puentes de hierro por las que he caminado.

Llego al aeropuerto de regreso y busco mi puerta de embarque. A la derecha, sobre el mostrador, un número 15 como una metáfora de este año nuevo que despega. A la izquierda, un monitor con una frase que se multiplica por toda la sala y que a mi desembarco en la ciudad hubiera sonado indescifrable pero que a estas alturas ya todos saben interpretar: “Nos somos Charlie”  




Y es que la solidaridad también se puede globalizar…