Madrid, 3 de Abril de 2010
Un
día se para el mundo y te ves obligado a recluirte en casa por tiempo
indefinido. Entonces, te das cuenta de que, lo que creías imprescindible e
improrrogable no era más que un trayecto alternativo.
Te
cortan la autopista de peaje, esa que pagábamos con nuestro bien más preciado,
el tiempo, y vuelves a descubrir las carreteras secundarias de tu infancia y
adolescencia. Las que te permitían pararte a un costado del camino
y que siguen ahí, con el asfalto un poco agrietado, en el mismo lugar.
Te
pones a conducir por ellas y cada curva, cada cajón del altillo, te lleva a un pisada grabada a fuego en el pavimento de tus sentimientos.
Aquella
vieja colección de tu adolescencia en Ronda que recibías una vez al mes por Correos
– un número semanal – y con la que aprendías a tocar la guitarra jugando a ser
Mark Knopfler o Paco de Lucía.
O
aquella otra que te reservaban en un kiosco de Gran Capitán, ya de estudiante universitario en Granada, con la que te
empapaste de historia del Flamenco en una ciudad en la que era frecuente luego
coincidir con mitos consagrados como Chocolate, El Indio Gitano, Juan
Habichuela o Morente y con jóvenes promesas como Miguel Ángel Cortés, Mayte
Martín o Poveda.
Sigues
avanzando y, al llegar a un cruce y tomar un desvío al azar, aparece un valle de vetustas cajas de zapatos llenas de fotos viradas al sepia y cartas
amarillentas. Corres
el portón oxidado de un viejo caserío al que solías ir a jugar y te pierdes explorando sus habitaciones.
Una
noche de cuarentena, después de tu cita diaria con los balcones, suena el
teléfono y es aquel viejo amigo con el que hace tantos años que no hablas y al
que llevas tanto tiempo postergando llamar. Al
colgar, descorchas una botella de vino y sonríes pensando que al final todos podemos ser un recodo, un paisaje de grato recuerdo en la carretera secundaria de alguien.
P.D:
Volverán a reabrir las autopistas. La cuestión es si estaremos dispuestos a seguir
pagando el peaje.
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