Cuando
era pequeño, en mi pueblo, miraba a los visitantes de la capital – sus
matrículas y su acento los delataban – coma a seres acelerados con una prisa
intrínseca por llegar antes que nadie a ningún lugar.
Hoy,
que soy yo el que viene de paso, veo a mis paisanos moverse con una lentitud de
barro que los primeros días me exaspera. Como si para los de ciudad lo único
importante fueran las metas y para los de pueblo, el camino. Pero esta sensación no me dura más que unos días, tal vez horas, y poco a poco me voy mimetizando nuevamente con el dejo sureño del habla y con el temple aceitoso
de sus desplazamientos.
Esta
mañana acompañé a un par de amigos a hacer la compra y entramos a su carnicería
habitual – la mejor de Ronda según ellos – en un barrio populoso.
Había
una enorme y heterogénea cola formada por señoras mayores, chicos adolescentes
prendidos a sus teléfonos, deportistas de amarillo cantoso y currantes en mono
azul desesperanza. Nadie exudaba prisa y el dependiente, con una paciencia de
estalactita, iba preguntando uno a uno al atenderlos por su última operación de
menisco, su madre o sus oposiciones.
Al
percatarse de la presencia de mis amigos, les hizo una señal indicándoles una
esquina apartada del mostrador y, ahí, entre muslos de pollo y filetes de
cabezada, nos sacó una botella de manzanilla en rama elaborada por él, 3 vasos de
plástico y un platito con chicharrones marca de la casa también.
Manzanilla en rama y chicharrones para amenizar la espera en Carnicería Fai |
“Para
que no se os haga tan larga la espera” nos dijo. Y entonces, entre sorbo y
sorbo, yo fui tomando conciencia de que tal vez lo único importante fuera, sin
duda, el camino.