viernes, 7 de junio de 2013

El Libro de Arena

"Me dijo que su libro se llamaba El Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin" (Jorge Luis Borges, "El Libro de Arena", 1975)

Los libros encierran innumerables historias. De todas ellas, la que contienen sus renglones, la que imaginó el escritor, tan sólo es una más. Tal vez la más obvia, la más lineal, a veces la menos interesante, la única que con cierta certeza consta de principio y fin. Luego están las otras, mucho más enigmáticas, las que acaban tiñendo sus páginas de amarillo tiempo y llenándolas de misteriosas cicatrices: un pétalo marchito marcando un capítulo, la tinta desleída de una hoja acartonada - quizás por una lágrima o por una gota de lluvia -,  los restos de carmín sobre unos versos desnudos o la violencia de un garabato desgarrando una dedicatoria ya por siempre encriptada. La historia leída, la que plasma el escritor, es el ADN del libro, su parte inmutable. Las otras, las que lo hacen único, imprevisible. Como esos hijos que traemos al mundo tratando de moldearlos a nuestro antojo para que luego tomen sus propias decisiones y tengan el mal gusto de sobrevivirnos.

Foto: Ramiro Curá
Rojo era consciente de ello y por eso no se había atrevido nunca abrir aquél que Azul, al marcharse, dejó olvidado. Aunque a veces, en las tardes de tedio y nostalgia, lo sacaba con delicadeza del cajón y acariciaba su lomo evocando aquel verano tan corto como eterno: La recordaba leyéndolo sobre las rocas, junto al faro, o saliendo del mar bañada en atardeceres mientras una tenue brisa de levante agitaba sus hojas de acordeón desvencijado. Otras era él el que lo recogía, húmedo de rocío, de una hamaca del jardín donde Azul lo había abandonado tras hacer el amor precipitadamente, bajo la luna de Agosto, junto a dos copas de champagne vacías.


 Quién sabe qué pactos secretos traman el alcohol y el subconsciente. Tal vez fue el aroma a azahar que entraba por la ventana o el ladrido lejano de un perro o la luna llena o la canción de Billie Holliday que sonaba de regreso a casa…el caso es que aquella madrugada de primavera nueva, sacó el libro del cajón, se tumbó desnudo sobre la cama de sábanas recién cambiadas y se aventuró a leer: “La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida…”. Y pasó una página y luego otra que culminaba un capítulo que luego se convirtió en primera parte a la que seguía una segunda…hasta que la ducha del vecino de arriba le indicó que ya debía de estar clareando. Entonces cerró el libro y, al apagar la luz, se dio cuenta de que tenía el pecho lleno de arena.




Para R., por hacerme ver que, si las letras juntas componen poesía, los colores el arcoíris. Y, cómo no, por devolverme libros llenos de arena. 

4 comentarios:

  1. Uff!! Madre mía Ramiro, después de leer la entrada me he quedado sin palabras.
    Simplemente, preciosa.
    Besos.

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  2. No te has quedado sin palabras...bonito comentario Menenval...gracias por seguir asomándote a este balcón...;-)

    Besos

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  3. La verdad que utilizando el argot taurino,a mi parecer,lo que has escrito es de indulto y Puerta grande,oleeeeee!!!

    Enhorabuena,vaya talento bueno y qué facilidad que tienes pa'escribir,chiquillo!

    Besos!

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    1. Gracias Silvia por tu comentario y por asomarte al balcón!!! ;-)

      Besos.

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